MARTINEZ LOPEZ MIGUEL
De los que no se paran a afilar lapiceros
Hay poetas que se pasan la vida afilando lapiceros. Su obsesión es tenerlos siempre a tono, que el grafito amenace, que asuste, que el papel se retraiga ante el amago del puntiagudo y áspero roce de su punta. Lo malo es que en esa fijación los poetas se entretienen, se retrasan, se pierden mientras se empeñan, compulsivos, en dar brillo a sus armas y colocarse en un puesto de observación privilegiado desde el que detallar la trascendencia.
Entre tanto, los poetas con pies de mono van aprehendiendo la poesía de las cortezas de los árboles, de los trozos de tierra, de los asientos traseros de los coches, de las muelas cariadas, de las axilas y de todos los libros de poesía y de filosofía que han pisoteado mientras viajaban, dejaban de dormir o daban vueltas a las cosas de la vida sentados en el váter.
Miguel Martínez López es uno de estos, de los que no se paran a afilar lapiceros, un poeta prensil, que se hace preguntas e intenta arrancarle respuestas a los meses, a los muertos, a los versos, que va saltando de lo diminuto a lo cósmico con esa lucidez de quien cualquier cosa se cuestiona y se para a pensar que no es tan importante atravesarlo todo como que una vez al menos algo te atraviese.